El sol estaba fuerte y pegaba duro en las pocas personas presentes en el cementerio. No podía dejar de llorar Tonatiuh. Le habría gustado ver el cielo llover, pero no, el sol permanecía deslumbrador de prejuicios, como aquella gente que le insultaba maquillando sus voces, incapaz de entender el dolor que le tocaba. Para ellos todo estaba claro, limpio como el cielo y el Dios que lo llena. Las certezas de Tonatiuh estaban agrietándose. Su imagen del mundo se volvía confusa. Bien y mal se mezclaban. El cura estaba soltando sus tonterías y Tonatiuh tenía ganas de mandarlo al infierno, pero la tristeza y su esposa que lo agarraba de la mano, se lo impidieron.
No lo podía creer, era su hija, su niña que estaba encerrada en esa caja de madera. No dejaba de escuchar el último recado de su hija en el buzón de voz. No le importaban las injurias. Su hija era menos puta que cualquiera de estos políticos que venden el bien común para una victoria.
Temprano en la mañana habían llegado otra vez los policías. Dijeron a Tonatiuh que los chavos que habían detenido ya estaban afuera, libres. Afirmaron que Victoria, su hija, no trabajaba en la zona, que no estaba registrada, tampoco sus dos amigas. Le dijeron que ya se iba a cerrar el caso. Tonatiuh se dio cuenta que a nadie le importaba la muerte de tres “putas”. Agregaron que estuvieron en el lugar equivocado en el momento equivocado… ¿El México del 2010? –pensó.
Una vez que su hija fue incinerada, Tonatiuh, Nayeli y algunos amigos se fueron a tomar unas chelas en la noche. Regresando a la casa, en frente de la iglesia, unos tipos eructaban su odio hacia las putas. Atrapó Tonatiuh a unos de ellos. Lo agarró del cuello, era uno de estos jóvenes que no tienen más consciencia que la cruz que llevan. Lo azotó contra la pared. No pudo golpearlo. Lo dejó caer en el suelo en pedacitos de incertidumbre. Los rasgos de Nayeli, su esposa, lo endulzaron. Siempre tuvo ese efecto con él. La amaba. No habría sabido definir el amor, pero estaba seguro de que la amaba, que nunca fue más feliz que con ella. Y ahora no le quedaba más que Nayeli en su pobre vida.
Nunca fueron ricos. Es decir, nunca ganaron más que para sobrevivir. Se conocieron en el 68 y Tonatiuh se pasaba el tiempo cotorreando con amigos para sacar revistas poéticas. Nayeli formaba parte de un grupo que organizaba huelgas y marchas en la UNAM. Para ella Jesús había sido el primer comunista. Tonatiuh no creía… ni en Dios, ni en los antiguos dioses de México. Ella sí. No iba a misa, pero sabía de un Dios todopoderoso que un día u otro haría justicia. Se casaron varios años después. Estaba embarazada y no querían molestar más a su familia con una niña del pecado. A Tonatiuh le valía madre casarse, pero la quería feliz. Estuvo bellísima con su vestido de boda y su silueta de mujer embarazada. Ya para entonces habían tenido llamadas de injurias. ¡Ring! ¡Ring! “Puta! ¡Perra sin Dios!”

Tomó Victoria su cafecito, sus huevos y el cereal con su mami que estaba empezando a cocinar. El Camaleón de José de Molina puso sus colores en toda la casa. Cuando entonó el encuentro entre el papa y el Cristo, empezó a cantar Victoria. Nayeli se puso roja, volteó y con sonrisa gigante le lanzó “Vigila el mole verde mientras voy a rezar por tu salvación, maldita atea.” Se rieron mucho. Lo que daba gusto a Victoria era ver a su mamá con ojos brillantes y sonrisa en la cara. Le tocó a su celular una cancioncita de Ska-P… “¡Bueno! Estoy como muerta, ¿y tú? Simón guey, nos vemos allá.”
A lo largo de la noche pasaron parientes, amigos, unos vecinos. Las velas entintaban el velatorio con sus matices suaves. Los recuerdos los invitaron a todos. Cada lágrima tenía el suyo. Tonatiuh vio a Victoria, recién nacida, tan chiquita, tan delicada, y luego, cómo había crecido. Repasaba su desarrollo, las etapas de su aprendizaje. Parece que faltó unas clases… lo que la llevó a unas chambas chatarras. El padre no lograba entender lo que había llevado a su hija a la zona. “Siempre hizo lo posible para ella… ¿Por qué tuvo que prostituirse?” Y lágrimas otra vez invadieron su cara.
No le pudieron pagar la Autónoma y tuvo que trabajar para ganársela. Hasta hacía dos meses trabajaba Victoria en una librería, a una cuadra de la Carranza, de las que venden libros usados, novelas francesas, filósofos alemanes. De estos locales que, en los recuerdos del pequeño Tonatiuh, cerraban temprano porque no tenían electricidad, pero que a él le habían prendido unas luces. Llevaba a las librerías a su hija desde chiquita. Lo único que le daba orgullo al papá era haber transmitido a su hija su amor a los libros.
Pasaron unas amigas de Victoria, ojos rojos como los suyos cuando andaba colgada: fogatas en su cara de arena. Se puso a llover. Fuerte. Le gustaba la lluvia. Se quedaron hasta la mañana acogiendo a los compañeros de su hija. A las dos, cuando Victoria estaba ganando su lugar en el cielo estrellado, no quedaban más que unos amigos de su infancia. Llegaron unas mujeres maduras. Nayeli fue a darles la bienvenida. Trabajaban en la zona. Habían conocido a Victoria… Otra Victoria… Más bien su propia derrota. Tonatiuh habló con ellas. Tenía tantas preguntas, tantas cosas sin entender. El teléfono. Otra vez voz maquillada: “¡Puta! Mueren putas, como perras del infierno.”

Hacía unas semanas había dejado la librería. Ganaba más en la zona. Lo necesitaba para seguir. Tenía la impresión de que no iba a poder cumplir con su compromiso con la literatura sin perderse en las jeringas de la vida. Soñaba con escribir novelas, negras como las aguas que se clavaban, los ríos de su tierra. Victoria vendía su vagina a pendejos como Gabriel había vendido su alma al diablo. Saliendo de su clase de francés se topó con unos amigos. Llevaban mota y se olvidaron rápido de los cursos magistrales para recoger ideas con alas letradas. El Gato López hizo vibrar su celular. Colgó y se quedó colgada mirando sus sueños. Querían publicar una historia suya...
Nayeli no dejaba de llorar. Había para llenar de nubes miles de cielos como el de su tierra. Estaba sentada en el suelo de la cocina. La llamada suspendida hasta la eternidad. Sus ojos grandes, abiertos, dejaban escapar todo el horror de aquel México, país que estaba para festejar el bicentenario de su independencia. Como se dice desde el infierno: ¡nada que celebrar! Tonatiuh aullaba. Su grito será venganza, vergüenza el de su esposa.
“Era la tía de la chiquita… de María”, dijo Nayeli, “la llamó el hermano de su padre. ¿Sabes?, el que vive por el sur. Hubo una balacera…” Y en sus manos otra vez los llantos cayeron como perlas. En cuanto a las lágrimas de Tonatiuh corrían como ríos en una vida seca. Les habían quitado el pedacito de cielo azul que les quedaba. Hija de su vida. Y por encima de los nubarrones se escapó el sol para siempre.
Luego, timbraron los de la municipal. Les llevaron hasta el Quijote, al forense. Tuvieron que despedirse de los despojos. No hubo necesidad de preguntarles, ya la habían identificado. Les dijeron que era puta. Que la encontraron con dos más, a una cuadra de la zona de tolerancia. Que detuvieron a cuatro chicos, con quienes se enfrentó una patrulla. “Uno es novio de una de las chavas… bueno, novio, saben cómo son estas morras.”, se burlaba el oficial. Nayeli se quedaba muda. Tonatiuh gritaba. ¡No podía creer que su hija murió, y tan poco que era prostituta! Se le hizo como si un tren le había atropellado y le había arrastrado antes de estrellar. Luego les pidieron que fueran a llorar afuera. El tono del celular bajo un cielo azul triste. Una cumbia bajo el agua. Otra llamada perdida.

La esperaban dos amigas, María Guadalupe y Chelsey. Cualquiera de las dos hubiera podido ser su mamá. Tenían unos cuarenta e hijas de su edad. Venían de otros estados, Oaxaca y Chihuahua. Trabajaban cinco noches y se pasaban el fin de semana con sus familias. El sueldo de estas mamás sostenía a sus familias y a las de sus esposos. Todos sabían, pero jamás lo mencionaban. De estas cosas no se habla.
Dos meses antes habían acogido a Victoria mientras llegaba a la zona. Le dieron condones. MG le contó que cuando entró en la zona había competencia entre las que usaban condones y las que no. Los clientes preferían a las que no los utilizaban, pero con el trabajo de unas feministas lograron despertar la conciencia que queda en una vida haciendo la calle. La salud de las putas mejoró. “Seguido tenemos que cumplir con análisis. Pero nadie investiga a los clientes. Si uno te contagia el VIH, pierdes tu lugar en la zona.” La zona era todo para Lupita y Chelsey. Vivian y trabajaban allá. No conocían a nadie afuera, menos a Victoria y a sus familiares a cientos de kilómetros.
Fueron a cotorrear al bar de siempre. El que lo dirigía se llamaba Vicente, “El Ciego… ¡como la justicia!” decía siempre. Era de los hombres más estúpidos que había conocido Victoria. También uno de los más violentos. Unos narcos le habían dado el mando del “Gata Negra”. Nunca supo distinguir las pandillas, para Victoria todas eran iguales. Vicente tenía derecho de pernada, y lo usaba y abusaba, hasta para unos de sus amigos, regentes de otros antros, letreros iletrados de otros carteles. Amigos que al día siguiente eran sus enemigos de siempre. Los dueños ocultos hacían alarde de estos gerentes que desfilaban con la policía a la luz del día.
Casi una semana después, todavía hablaban todas del operativo de los federales. Sufrieron insultos, golpes, robos, violaciones y no sólo de los derechos humanos. Luego fueron a vender sus “cuerpos de obra”. A media noche Chelsey echó un grito a Victoria y Lupita. Su dueño de amor quería verla… Quería que la acompañaran porque tenía miedo. Última llamada.
Eran las 7:30 de la mañana. Tonatiuh escuchó su mensaje de voz, el de la noche. Como cada vez que chambeaba, su hija le había dejado un recado en el buzón. Trató de llamarla. No le contestó. Le tocaba al papá dejarle uno a su hija. Victoria estaría para llegar a la UAA.
Cansado después de más de 10 horas manejando su taxi, Tonatiuh no quería más que dormirse un par de horas. El día anterior, el patrón le había pedido un favor… “¿Puedes manejar dos horas más? Acabo de mandar a Pedro a la chingada y me falta un chofer. ¡Dios te lo pagará!” “No me pagarán nada ni Dios ni el pinche jefe… ¡pendejos!” habia pensado Tonatiuh. Pero, ¿quién se puede dar el lujo de rechazar unas horas más de trabajo? Unos días antes, con ocho horas manejando se había quedado con 15 pesitos… “¡Que no chinguen!, ¡15 pesos en un día! Todo pa’ el patrón!” había contado a su primer cliente al día siguiente.
Entonces tuvo que seguir. Era su segundo día de chamba casi sin descansar y tenía ganas de ver a su esposa y a su niña más que media hora. Todavía decía niña, pero tenía 20. Estudiaba literatura en la UAA. Tonatiuh nunca fue a la universidad… menos para unas marchas en el 68. Era otra época, y su familia no tenía para mandarle a estudiar. Esperaba que Victoria lograra su diploma y a lo mejor pudiera salirse de toda esa mierda que le habían ofrecido al hacerla nacer aquí, en Aguas. Aguas que son cada día menos calientes y cada vez más sucias. El agua de la regadera otra vez era fría y no quería prender el boiler. “¡Dormir! Esto ya lo repararé luego.”
Su esposa estaba en su local, cocinando los guisados de tortas, gorditas y arreglando las películas piratas, los collares y otras joyas hechas a mano… ¡Ring! ¡Ring! “¡Bueno! Sí, soy yo.”

Chispearon gotas en su cuerpo como cuando de chiquita su mamá la bañaba cuidosamente. Parece caliente la lluvia. O quizás sea ella la que está fría.
El amanecer era muy rojo, como el de la película. Algo vibra. “No les puedo contestar. Deja tu recado… ¡Estoy muerta ya!”